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La obsesión

Lo que más impresionaba de la parroquia al muchacho era su arquitectura, además de la cercanía de su punta (o chapitel) con las nubes. Las tocaba, las rasgaba, las destripaba y según cuenta la leyenda, era capaz de generar lluvias interminables, desapacibles, que solo se detenían con el trino de sus propias campanas. Lo verosímil de aquella historia al muchacho no le interesaba. Soñaba con algún día hacer sonar su badajo que yacía suspendido por una ignorada suma de años. Mucho tiempo después, el muchacho continuó con aquél anhelo, que surgió en plena curiosidad, y que con el tiempo, se fue puliendo, para convertirse finalmente en obsesión. Habrá sido su edificación media gótica? Sus perfectas ventanas circulares que invitan cordialmente a la luz del alba? Sus desconocidos y ocultos sótanos que motivan cien mil historias, cual más terrorífica que la anterior? Pese a no ser un devoto ni ferviente feligrés, había entrado ya varias veces; a celebrar misas, bautizos y también defunciones. No obstante, jamás había subido al campanario. Sentía la necesidad de realizarlo, de tocar el badajo, de que retumbara sobre su cabeza sin pedir permiso ni al párroco, ni al reloj, ni al mismísimo dios. Fue así como un día de descanso dominical decidió cumplir aquél sueño que tenía desde pequeño. La escaramuza no fue tan compleja. A las seis de la tarde entró por la puerta principal, aquella inmensa y fiel protectora de roble. Bastó con esperar escondido tras un pilar, ensanchado por sus largos años de historias, que lo ocultó de cualquier mirada. En silencio observaba las velas que ya se encendían por la tarde. El lugar pronto se despejó y para su sorpresa nadie lo descubrió. El mayor peligro que corrió fue debido a su impaciencia. No obstante, se sostuvo firme bajo la obsesión del campanario, quien como fuera sacerdote, lo embelesaba tras esas escaleras que veía a lo lejos y que con una mayor paciencia lograría atravesar. Esperó hasta que ya no hubo alma rondando. La obscuridad se zambullía sobre los recovecos de aquél romántico lugar. Los murciélagos aparecieron como luciérnagas noctambulas en las horas de verano, emitiendo los sonidos propios de un navegante con su brújula. Así cazaban por la catedral o evadían los pilares que probablemente acabarían con sus diminutas vidas, pues como bien saben, su vista es mala por naturaleza. Se armó de valor y caminó hacia las escaleras. Subió lentamente, mirando hacia abajo, para producir aquél vértigo que odiaba pero amaba al mismo tiempo. Paso tras paso, escalón a escalón avanzó, trémulo. La barandilla se quejaba cada vez más, pidiéndole a gritos retroceder. Pero él jamás lo haría, quería ver el destripar de las nubes. Llegó al último tramo y escuchó toses por los rincones. Sin embargo, solo era la lluvia de las nubes ya desgarradas que, a modo de augurio, advertían del inminente caos que caería sobre la pequeña ciudad. El aguacero se abalanzó sobre la catedral. Los ladrillos de la parte superior gimoteaban. Esperó tan solo media hora. Media hora de vida le concedió a la lluvia, que aprovechó el tiempo como anciano antes de su último aliento. Y la hizo sonar. La campana era inmensa, y necesitó de sobrado ahínco para hacerla estrepitar. La lluvia intensa dejó de ser, y se extinguió como vela recién perturbada. 

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